Clara siempre olía bien. A jabón y margaritas. Su piel, blanca, suave y cubierta de pecas, desprendía el aroma de almendras dulces del aceite corporal casero con el que se untaba cada noche el cuerpo antes de ponerse el camisón. Su cabello, pelirrojo con mechones rubios , adornado con flores frescas del jardín de sus padres, era solo la cúspide de tanta belleza pues la joven había sido dotada con unos preciosos ojos verdes de mirada felina que aumentaban lo bonito de todo su ser. Clara cuidaba su aspecto y sus modales cual princesa de reino ,se sabía guapa, sin embargo, lejos de ser pretenciosa o soberbia, era amable y accesible. Poseía , como complemento a su exquisita luz, una voz dulce y delicada capaz de engatusar al más obtuso.
Era la única hija de una familia adinerada poseedora de un Caserío Castellano rodeado de verde en primavera y caballos semi salvajes.
Había sido prometida, sin consulta previa, como era tradición en la familia, a un joven casadero de buena cuna y mejores tierras.
Clara, como era de prever, obediente y cumplidora de todo deseo paterno, accedió sin rechistar y vistió sus mejores galas la tarde de la pedida de mano.
Una mesa repleta de dulces, leche fresca y la porcelana de los eventos especiales , fue testigo de la formal presentación y entrega de presentes por parte de ambas familias.
A Clara no le gustó Francisco. Se dijo a sí misma que con el tiempo le acabaría agradando. Pero nada más verlo sintió una arcada que le descompuso el alma. Era feo. Exageradamente feo.Pero no fueron los dientes torcidos ni el brillo de una piel grasienta lo que realmente desagradó a Clara, sino la forma en la que la miró. Algo había en ese muchacho que la alteraba en negativo. Sin embargo accedió , como era de esperar, a casarse con él y a mudarse durante los dos meses previos a la boda a casa de la familia de su prometido para aprender a cocinar sus platos favoritos y hacer los quehaceres del hogar como su futura suegra le enseñaría a gusto del joven.
La noche antes de su partida al que sería su nuevo hogar durante ocho semanas, Clara hizo su maleta y en ella, junto con la ropa y enseres de higiene y belleza, añadió la foto de su abuela Ana, la madre de su madre, de quien heredó el rojo del cabello y el misterio en la mirada.
Pasó el brasero de carbón por entre las sábanas , aquella noche hacía demasiado frío para ser abril y apuró a meterse rápido para aprovechar el calorcito.
Rezó su rosario de antes de dormir y pidió a su abuela que cuidara de todos ellos.
Se recostó y en el más absoluto silencio dejó que dos lágrimas repletas de miedo y dolor rodaran por sus mejillas.
Nunca se supo de qué murió.
Unos dicen que de miedo.
Otros dicen que de amor.
Sea como fuere tras aquella noche Clara, nunca más despertó.